Es difícil preguntarse por qué el ser humano es de las especies más interesantes que existen en el mundo. Desde el punto de vista antropológico, muchos interesados en la materia me pondrían a caer de un burro. Pero todo a lo que me refiero no tiene nada que ver con la biología, sino con esos aspectos tan poco estudiados y que nos hacen tan peculiares y extraños; tan únicos. Esas ganas de abandonar la rutina, de abandonar el lugar que nos corresponde por familia o situación geográfica y cultural, y, una vez resuelto dicho problema, esas ganas de volver a la rutina, de hacer lo mismo de antes, de ver las mismas caras y expresiones, de amar a todos aquellos que antes detestabas, de querer el lugar en el que te criaste. Esa peculiar forma de amar las cosas más alejadas de nuestras posibilidades, de querer a toda aquella persona que se encuentra fuera de nuestro rango, aquella que no quiere tenernos. Una vez conseguido una de las dos, nos damos cuenta que no lo queremos. Ni la situación ni a la persona. Nos aburrimos de la rutina y amamos lo diferente, lo extraño, pero cuando ésto se convierte en lo primero, cambiamos de parecer, y hacemos de nuestra anterior rutina lo más deseado. Esta lúgubre y extraña forma de pensar nos lleva a sugerir que somos caprichosos, indecisos, poco capacitados para vivir en el mundo que se nos puso delante.
Pero es en los momentos críticos cuando el ser humano demuestra lo que ninguna especie en el mundo puede hacer. Aquella fuerza interior que nos obliga a resistir, a sobrevivir. Porque, al fin y al cabo, somos animales, pero dotados de algo mucho más potente que cualquier raza animal. Ese ficticio corazón que nos impulsa a hacer todo lo que nos propongamos, esa razón que nos obliga a pensar en la salvación, en la formulación de nuevos puntos de vista de una compleja situación, que nosotros mismos creíamos imposible de razonar, de sacar adelante. Sacamos esa fe interior, más fuerte que cualquier gigante, que cualquier monstruo. El instinto animal es incapaz de superar al humano, ese que nos incita a levantarnos, a creer en nuestras posibilidades, en creer en las personas, en creer en la amistad, la honestidad; de creer en el ser humano.
Aún nos queda mucho que saber sobre nosotros mismos, sobre todas aquellas fuerzas incapaces de ver al microscopio o en un laboratorio.
Somos más fuertes de lo que creemos, y solo hace falta un estímulo que nos ayude a darnos cuenta, que nos motive y nos ayude a encontrar nuestra mejor versión, nuestra solidaridad interior.
Dejemos de ser uno, para ser muchos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario